Políticamente corrector (de estilete)

viernes, 4 de septiembre de 2009

«Carta abierta a los Editores con mayúsculas»

 ¿Crisis? Esa palabreja está prohibida en el mundo editorial, que es el mundo de la fantasía más esperpéntica. Yo diría que es ciencia ficción, pobre Ballard, que en paz descanses.

Los dueños de los grandes buques insignia del panorama editorial hablan de que la crisis no afecta «demasiado» a sus editoriales y hacen vaticinios tan paradójicamente alentadores que uno no sabe si hablan de éste país o de otro, de éste planeta o de otro.

Cualquier profesional del sector, si es autónomo mucho más aún, sabe perfectamente —lo sabe de la manera más palpable y cruel, que es vivirlo en carne propia— que el sector está realizando una reestructuración feroz y muy poco inteligente, si se mira a largo plazo, si se mira más allá de la superficie, de la apariencia, del maquillaje.

¿Porqué «poco inteligente»? Porque, del total del «pastel» del presupuesto editorial, se pueden recortar varios tipos de gastos, y los editores —en general— están haciendo cirugía mayor sin anestesia con traductores, correctores, maquetadores, redactores, que somos quienes aportamos el valor añadido al libro, pero no lo hacen en otros sectores de menor peso específico editorial, pero que da imagen.

Conozco a varios editores con trayectorias consolidadas, una amplísima experiencia y sobradas aptitudes en el medio que están sin trabajo, o bien son sometidas a lo que yo considero un vejamen en el más amplio sentido de la palabra: les ofrecen pagarle la mitad de lo que cobraban hace solo un año. Pero el PVP de los libros no ha bajado un ápice.

Hay algo que no funciona. Mejor dicho, está funcionando mal. Se castiga al libro como vehículo cultural en el punto más crítico de su proceso de creación. Se puedes bajar el gramaje de tapas, de interiores, se puede ahorrar en laminados, terminaciones, etc. Pero no se puede bajar, y tan estrepitosamente, el gramaje de los «contenidos literarios».

Parece no importarles que haya una errata por página (cosa absolutamente inaceptable hace tan solo una década), no importa que aparezcan términos inexistentes, palabras mal cortadas o trackings ilegibles, importa que la cubierta sea impactante, que el marketing funcione, que parezca. Y tanto parezca logrará que perezca.

Aunque el contenido sea una falta de respeto al lector, tiene que entrarle por los ojos, el continente por sobre el contenido. El «libro objeto» muy por encima del «libro como bien simbólico» (citando al fallecido Pierre Bordieu).

La fachada del mundo editorial tal vez parezca en buen estado y hasta simule vitalidad, pero los fondos, los bajos fondos del edificio sobre el que se asienta el mundo editorial se cae a pedazos, sometiendo a casi todos los actores del circuito a condiciones de trabajo escandalosamente indignas.

Por eso, pido a los editores de renombre, de prestigio, dignos hombres de negocios, que también tengan dignidad con quienes aportamos un valor real al libro como bien cultural, que seamos tratados con un mínimo de respeto ya no digo personal, sino aunque más no sea profesional.

En la última década las tarifas del mundo editorial se han mantenidos prácticamente «congeladas», muy por debajo del aumento del IPC y del PVP de los libros que nosotros contribuimos a crear. Pero ahora, crisis mediante, los editores están haciéndonos pagar la crisis sobre todo a los colaboradores externos, los más desprotegidos del panodrama editorial.

No reivindico salarios justos porque eso sería, otra vez, ciencia ficción; sencillamente apelo a la ética profesional que tienen (o deberían tener) los editores como empresarios y como creadores de bienes culturales, de ese bien simbólico por antonomasia que es el libro.

La mayoría de profesionales del mundo del libro ya nos hemos resignado a cobrar nuestra hora de trabajo menos que una empleada doméstica (y a cobrarlo a los 30 o 60 días, además), pero que ahora se nos someta a amortiguar y amortizar los menores márgenes de ganancia rebajándonos las tarifas es una flagrante inmoralidad que no deberíamos permitir.

La inmensa mayoría de nosotros somos apasionados de lo que hacemos, poniendo de nuestra parte un plus que no es cuantificable pero sí es verificable, ese cariño o amor a nuestro trabajo hace que soportemos las durísimas condiciones de trabajo a la que nos someten. Pero creo que hablar de que la crisis no afecta demasiado al mundo editorial raya con la falta de principios y la burla hacia nosotros. Y sin principios, el final será triste, más triste aún.

Es hora de que los editores se sitúen en la realidad, dejando esa vacua vanidad y ese aura inventado que corona sus frentes y se acerquen un poco a esa realidad, sometiéndose a un autoexamen de conciencia, de prioridades y de principios.

Aunque lo no quieran ver y les aterre, la autocrítica es no solo útil, sino —en ciertas coyunturas como ésta— imprescindible. Se harán un favor a ustedes mismos, además de al sector en su conjunto, incluido el sufrido lector, que sigue pagando 20€ por un libro que ha sido corregido por una sola persona en jornadas maratonianas, cuando hace no muchos años por el mismo precio se ponía en manos del lector un producto de una calidad sensiblemente superior.

¿Quién se queda con ese «margen de ganancia»? Será por eso que algunos no notan la crisis, porque a costa nuestra siguen percibiendo los mismos beneficios.

Pero cuidado, porque a pesar de que estamos solos y desprotegidos no somos tontos. Tampoco los lectores, los buenos lectores, que pagan 15, 20 o 25€ por libros ilegibles que son una falta de respeto a quien intente leerlo sin tropezar con infinidad de erratas. Y una falta de respeto a ustedes mismos, editores de prestigio, porque el prestigio original estaba ligado a editar buenos libros. No lo olviden, porque de lo contrario han perdido la esencia de su trabajo.

                                                                                                    Barcelona, 27 de abril de 2009. 

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